Cuando hablamos de violencia machista se nos vienen a la cabeza los casos cuyo resultado es el asesinato y, si acaso, apurando mucho, las agresiones sexuales. Sin duda, son los reflejos más terribles y visibles de la violencia de género. Sin embargo, existen otras manifestaciones consideradas menos graves pero que sustentan las formas más brutales de la misma.
El acoso callejero es una de las múltiples manifestaciones de la violencia machista, pero está tan sumamente normalizado, es tan parte del paisaje diario que, a pesar de ser visible, no se le suele dar ninguna importancia.
Creo que a todas las mujeres nos ha pasado: ir por la calle y que desconocidos nos “piropeen”, nos griten, nos miren de arriba abajo, nos silben, nos hagan gestos o incluso lleguen a tocarnos. Puede ser por la noche, donde el riesgo puede ser mayor, o a plena luz del día. Es algo diario, algo que se espera cuando sales sola o con alguna amiga a la calle.
Sin embargo, está lejos de ser una tontería. Atenta contra la libertad de las mujeres de transitar por la vía pública sin ser objeto de acoso, de menosprecio y de humillación. En definitiva, es un menoscabo del derecho a ser tratada como persona: con dignidad y respeto.
Es un problema directamente relacionado con la propiedad del espacio público: las mujeres somos vistas como un objeto más de la vía pública y, por tanto, podemos ser blanco de “opiniones”, miradas, gestos o incluso tocamientos cuándo, cómo y dónde quieran los hombres, que son los dueños de la calle.
Haciendo uso de su posición de poder y privilegio, ellos circulan tranquilamente por la calle y pueden hacer o decir lo que les venga en gana. Al acosar a una mujer se creen en su derecho. En ningún momento piensan que estén haciendo algo malo. No les importa cómo se pueda sentir la mujer acosada. No tienen en cuenta que es una persona con inteligencia y sentimientos, con sus preocupaciones y alegrías, porque son incapaces de verla como un igual.
Necesitan reafirmar así su frágil masculinidad, recordándonos constantemente quién manda aquí, y nosotras sólo tenemos derecho a callar y, encima, debemos sentirnos halagadas.
Si vas acompañada de otro hombre, misteriosamente, se vuelven civilizados y puedes ir tranquila por la calle. No es que te respeten a ti, están respetando a tu acompañante varón. Ya no hace falta esa violencia verbal como modo de control y reprimenda por haberte atrevido a salir sola a la calle. Estamos ya bajo la tutela, protección y posesión de un hombre, ya no hace falta.
Nosotras sentimos miedo, pánico, estrés, ansiedad, humillación, rabia. Tenemos que soportar la injusticia de esta falta total de respeto. Nos sentimos degradadas a un mero objeto. Se nos bombardea con consejos como “no vuelvas a casa sola”, “que alguien te acompañe” o “ten cuidado”. Para colmo, si nos pasa algo, siempre habrá quien nos eche la culpa a nosotras por no haber sido lo suficientemente precavidas.
Consecuencia de todo ello es que, especialmente de noche, vamos totalmente alerta cuando vamos solas por la calle, mirando a quien se nos cruza, oyendo las pisadas de los que van detrás, acelerando el paso, cambiando de acera si vemos a alguien sospechoso y con las llaves entre los dedos por si acaso.
La ropa no es el problema. Si un hombre no se sabe controlar por ver varios centímetros de carne, el problema lo tiene él que es quien sexualiza a la chica. Sin embargo, sorpresa, quien suele llevarse el reproche social es ella, quien debido a la presión puede acabar pensando que quizás deba “moderarse” y termine no usando la ropa que le venga en gana.
Esta excusa de que los hombres no se pueden controlar ante unos centímetros de carne les viene genial. Parece, y no me extraña, que el que sean reducidos a una especie de monstruos incapaces de controlar sus instintos sexuales les compensa demasiado. Esto es especialmente “gracioso” porque luego son los mismos que lloriquean con que eso de considerar a todos los hombres violadores en potencia es cosa del feminismo.
– Nho puEdhEZ VeztiR coMOh KierraZ pOrkUe zHi Vhaz SepSip nO podeMhoZ ContRolArnoz y The PoDHemoz HacoZar oH BioLar. LA tezTHoszteRROna noz DomiNa.
– Entonces, ¿ me estás diciendo que los hombres sois unos violadores en potencia que al ver X centímetros de piel perdéis el control de vuestros impulsos y os comportáis como animales en celo en lugar de seres racionales?
– ¡MarDHita feMinacI oHiaPenEZ, KiERRez CrimHInaliZarNoz Ha Thodoz! ¡AJHUYGHLKHL!
Pero es que, incluso, pasa cuando no llevamos algo que pueda considerarse “provocativo”. Por ejemplo, veces en la que voy tapada hasta el cuello, incluso con capucha, en las que no me he librado de mi dosis de machiruleo.
¿Qué hacer ante esto? Sólo hay dos opciones: callar o contestarles de alguna manera.
Al agachar la cabeza y no decir nada, su creencia en su derecho a acosarte se reafirma. Se sienten ridículamente felices porque han reafirmado su patética virilidad. Pueden pensar que incluso te ha gustado que te lo digan. Ahora bien, no se nos puede culpar nunca a las mujeres por tener esta reacción. Lo más normal del mundo en esta situación es sentir sorpresa o miedo y no saber qué contestar o cómo reaccionar en un margen tan reducido de tiempo, mezclado con el deseo de no querer meterte en problemas.
Cuando decides actuar, bien verbalmente o bien mediante gestos, estás siendo muy valiente porque te arriesgas a que se pongan aún más “machos” y la violencia hacia ti se incremente. En mi experiencia, la mayoría de las veces se han quedado callados, como sorprendidos y hasta descolocados porque una dócil mujer se haya atrevido a plantarles cara con una palabra malsonante o un gesto “poco femenino”. Así que igual la próxima vez que se les ocurra acosar a una mujer al menos se lo piensan dos veces porque ya contarán con la posibilidad de que ésta responda. Si bien es cierto que también puede ser que se pongan gallitos y se líen a insultar o amenazar ya sin tapujos, lo que prueba que es mentira esa típica excusa machirula de “pero si lo hago para agradar y ser un caballero, lo que pasa es que tu eres una histérica feminazi que te tomas mal una tontería y no puedes ni aceptar un cumplido”. Si lo hicieran por eso al decirles que te han molestado, lógicamente, se disculparían y estarían dispuestos a escuchar por qué te has sentido mal y ha replantearse su actitud. Ahí se quitan la careta y se ve que en realidad lo hacen como una manera de reafirmar su privilegio y objetivizarte: eres una cosa que está ahí para ellos y como te atrevas a cuestionarlo intentarán enseñarte cual es tu lugar recurriendo a la violencia verbal y hasta a la física en los peores casos. Vaya a ser que las mujeres nos creamos personas con derechos e iguales a ellos.
Aunque esta opción de plantarles cara me ha resultado más satisfactoria, en esta sociedad patriarcal los mecanismos que tenemos interiorizados hacen que inconscientemente te culpes a ti misma hagas lo que hagas. Si no has reaccionado, te sientes mal y muerta de rabia por no haberlo hecho. Pero es que si reaccionas, puedes llegar a pensar cosas como “igual me he pasado”, “igual no ha sido para tanto”, “igual soy una exagerada” o “qué histérica me he puesto”.
Normal que lo acabes pensando si ves que la gente que lo ha presenciado no tiene ninguna empatía contigo, mira para otro lado o calla, o incluso se te quedan mirando como si la loca fueras tú y no él. Y es que en el imaginario colectivo lo normal y natural sería que los hombres te “halagasen” y tú agacharas la cabeza, y no esa reacción tan inesperada y fuera de la norma que has tenido.
Ese silencio general es el que consigue que estos comportamientos queden impunes, se perpetúen y sigan considerándose parte de la expectativa, de lo normal, de lo natural. Para que todo se mantenga como está sólo hace falta el silencio.